Club de escritura: Dos minutos y medio

rio
por Diego Sepúlveda

Era una tarde distinta. El sol no pegaba tanto como los días anteriores y el río hacía un ruido menos furioso que durante la noche. En aquel tiempo me sentaba en la terraza de la cabaña que mi abuelo había dejado a medio hacer, a mirar cómo le daba de comer a las gallinas que la perseguían por el patio. Ella sabía que la espiaba en la ducha, por eso me dijo que la acompañara.

En el camino nos detuvimos una o dos veces. Sus besos me enrojecían los bordes de los labios. A medida que nos acercábamos escuchábamos el rugido del agua maltratar a las rocas. Esperé a que se volteara para limpiarme el exceso de saliva con la manga de mi polera.
Tomó mi mano y después sólo dos dedos, y mirándome mordió la yema de uno y luego de otro antes de introducirlos en su boca al mismo tiempo. Mis pupilas dejaban entrar más luz de la necesaria y los muslos me temblaban.

Saltamos al río desde la roca más alta con la sonrisa apretada. No había un alma cerca que pudiera vernos. Estiramos la manta y recordé la vez que con mis primos vimos a una pareja hacer el amor junto al río. Con binoculares nos pusimos en la cima de un cerro pequeño y nos turnamos para verlos. Mi hermano tomaba el tiempo con el cronómetro de su reloj, 30 segundos le correspondían a cada uno. Éramos 6, por lo que me quedaban dos minutos y medio para imaginarme el resto de la situación, hasta que volvía a entregarle un marco de realidad que siempre era menos atractivo al que ocurría en mi cabeza. Mi hermano fue el primero en aburrirse. Dijo que no iba a seguir gastando la batería de su reloj y caminó cerro abajo. Mientras desaparecía me pregunté por qué hacía esas cosas. Siempre estaba separándose de nosotros.

Miré a los cerros que nos circundaban buscando recuperar mi versión infantil. No vi a nadie, pero también sabía que no me habría dejado ver. Se quitó la polera húmeda y dejó caer el peso de sus tetas sobre sí, mientras se acostaba a tomar el sol. Pensé en lo perfectas que eran y en lo mucho que me gustaba besarlas. Apoyé mi cabeza entre ellas y dormí una siesta con el ruido del río y la luz del sol colándose entre las ramas de los quillayes.

(Este cuento –y mucho más– está en la Edición Hombres Zancada nº1, presentado por H&M, y que puedes ver completo aquí o en este otro link).

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